lunes, 3 de mayo de 2010

El médico que detuvo la guerra

En 1966 las canchas de fútbol se tiñeron de alegría, con un mundial. En la mina de El Salvador se bañaron de sangre con una toma. Aquí la historia del día en que el doctor Samuel Pantoja abrazó la paz con un grito y, de paso, inmortalizó su nombre.



Dos taxis en caravana: frenazo. Uno de ellos se detuvo. Se bajó el chofer. Se acercó a la ventana trasera del segundo auto y miró al interior fijando los ojos en Samuel, de 37 años. Él era médico y recorría junto a sus colegas de la Clínica Las Condes la ciudad desértica donde creció: El Salvador. Era noviembre de 1999 cuando el taxista le preguntó:
-¿Usted es Pantoja?
-Sí –respondió Samuel.
-¿usted es hijo del doctor Samuel Pantoja?
-Sí, ¿porqué? ¿qué pasa?
-¡Su papá es un héroe! –dijo el taxista mientras lo obligó a bajarse del auto para abrazarlo.
Samuel se quedó tieso y sólo atinó a mirarlo a la cara y preguntarle: ¡¿Cómo?! ¡¿Porqué?!

Más que una simple madrugada

Eidry, de 8, años se levantó. Eran las 6:50 a.m. y diez minutos más tarde, cuando a miles de kilómetros de distancia Andy Warhol creaba el “pop art”, ella hoy recuerda haber bebido leche holandesa y comido “Corn Flakes”. Nunca faltaba aquella caja con el gallo verde de Kellogs. Todos los días en el “Staff School”, un pequeño colegio para los hijos de altos ejecutivos de Anaconda Company, se premiaba con una estrella a los niños que la consumían. Así lo recuerda Eidry, quien hoy tiene 50 años.

Andriana Contreras y Samuel Pantoja, los papás de Eidry, se levantaron, como de costumbre, a la misma hora aquella mañana del 11 de marzo: 7 a.m. Para ninguno de los dos esto constituía un esfuerzo. Ambos tenían 30 años y llevaban 10 casados. Estudiaron carreras científicas en la Universidad de Chile, ella químico-farmacéutica y él medicina. Llevaban cuatro años viviendo en El Salvador. Samuel estaba a cargo del hospital y Adriana, la “gringa” como la conocían, de la farmacia. Si en la universidad estudiaban juntos, pero distintas materias, ahora trabajaban juntos, pero en distintas áreas.

Como de costumbre, Samuel tomó una taza de café y ella de té. Adriana recuerda que ese día llevaba el pelo tomado, mientras que Samuel apenas se peinó. Tenía bigotes que se había dejado crecer durante sus años de juventud. Como buen descendiente de los moros de España, aquella mancha negra que llevaba sobre la boca le otorgaban aires de autoridad. Vestían siempre de blanco y eran los únicos, junto con la familia del geólogo Álvaro Soubirón, que vivían en el lado americano, los únicos chilenos en el oeste de El Salvador.
Oeste y Este, así se dividía aquel pueblo minero de la Tercera Región de Atacama, a 2.600 metros de altura y a 1.100 kilómetros de Santiago. “ La Joya del Desierto”, fue construida por el arquitecto brasileño Oscar Niemayer -quien también hizo la capital de aquel país: Brasilia- y tiene forma de casco romano, es plana y rodeada de cerros de arena. Las calles son circulares, como anillos. En los 60 fue tomada por la compañía americana Anaconda Company. Ahí comenzaron las diferencias: oeste vs. este, americanos vs. chilenos, ejecutivos vs. mineros.

Los mineros recorrían el centro de la ciudad. Compartían en la avenida central en donde estaban los kioscos de revistas, la pulpería y los puestos de helado a un costado del “Pampa Club”. Aquel club al que sólo asistían los ejecutivos americanos, los Pantoja y los Soubirón, después de un partido de golf en las canchas de arena o de una competencias de palitroques con sus hijos. Los adultos trabajaban juntos y los niños estudiaban en un misma escuela: The Staff School.

A las 8:00 a.m. Eidry y los otros cinco alumnos de segundo básico de The Staff School miraban cómo miss Storker comenzaba a resolver un ejercicio de matemáticas. Al otro lado de la ciudad Samuel operaba una arteria. En la farmacia, Adriana ordenaba la llegada de vitaminas provenientes de Santiago.

No sólo medicamentos llegaron desde Santiago, también de la capital llegaron los primeros discursos marxistas. Los mineros pasaron a ser fieles adherentes a la ala izquierdista de Chile y miraban con descontento las políticas del presidente Demócrata Cristiano, Eduardo Frei Montalva. Comenzó una confrontación no esperada. El pueblo de una de las minas de cobre más importantes para la Anaconda Company estaba en juego. Desde principios del siglo XX que esta transnacional daba origen a comunidades estadounidenses en distintos puntos del planeta. Representaban la expansión de un imperio capitalista que contradecía los ideales marxistas.

Las ideas de la extrema izquierda llevaron a que minas de todo Chile comenzaran a ser tomadas por los mineros. El Teniente y Sewell se fueron a paro causando grandes pérdidas económicas al país. El gobierno llegó a la conclusión que la FRAP (Frente de acción Popular), la CUT (Central Unitaria del Trabajador) y la Confederación Tricontinental de la Habana intentaban realizar una guerra entre distintos bandos ideológicos. Ésta consistía en levantar barricadas por más de 100 millones de escudos en las revueltas del sector. Para acabar con las tomas, se lanzó un decreto de reanudación de las faenas. Todos los centros mineros del norte(Barquitos, Chañaral, El Teniente, Potrerillos y El Salvador) fueron controlados por militares y operados por el Ministro de Defensa, Juan de Dios Carmona.
Pero en el Salvador, los planes del Ministerio de Defensa fueron interceptados vía radio por un grupo de mineros. Sabían que a medio día los militares actuarían. Rápidamente, horas antes de que aquello ocurriera los mineros se tomaron el sindicato. La lucha recién comenzaba.

El reloj marcaba la 1 p.m. cuando Samuel caminó de regreso a casa para almorzar junto a Adriana. Minutos antes él había escuchado rumores acerca de una posible huelga de los mineros. No les prestó atención. Hacía ya unos días que los militares, liderados por el jefe de la plaza, Coronel Manuel Pinochet, habían llegado a El Salvador para controlar la zona, pero nada había ocurrido.

Primera balacera y Eidry no está

Tras almorzar Samuel se fue a dormir siesta. Junto a su nana Tato, de treinta años, Adriana bordaba. Media hora más tarde, escuchó tres disparos. Se levantó y en sólo segundos apareció Samuel en la cocina:
-¡Hasta que lo lograron!- exclamó el médico levantando los brazos y frunciendo el ceño.
Él agarró su bata médica y salió de la casa. Adriana lo siguió. Al llegar a la puerta de entrada se detuvo. Samuel ya estaba dentro de su camioneta Ford F-100 listo para partir cuando, corriendo, llegó su colega, el doctor Campos.
-Voy contigo –dijo Campos.
-¡Por ningún motivo! –respondió Samuel mirándolo con sus ojos café verdosos y arrugando su amplia frente.
-¡Te acompaño! –volvió a sugerir Campos.
Ambos subieron al vehículo y en pocos minutos llegaron a lugar de los enfrentamientos: la cancha de fútbol del pueblo. Eran las 2:35 p.m. A esa misma hora, Adriana miró a Tato y dijo:
-¡me voy!
Salió a la calle. Se topó con sus tres hijos que volvían del colegio y notó que Eidry faltaba. No le causó sorpresa: sabía lo curiosa que era su hija. Caminó hacia el hospital haciendo oídos sordos a los vecinos que gritaban: “¡cuidado con las balas!”
Como la balacera se veía venir desde pasadas las dos de la tarde, dos apoderados fueron hasta la sala de Eidry y pusieron término a las clases. Los alumnos se alegraron. Todos, menos Eidry y sus amigas, Pilar Soubiron y Johanna, llegaron a sus casas. Ellas tomaron otro camino: las niñas se fueron en bicicleta.
Mientras pedaleaban, oían las sirenas de auxilios, las mismas que resonaban cuando había un accidente en la mina. No veían a nadie en las calles. Eidry les preguntó qué pasaba, pero ninguna respondió. Pedaleaban a toda velocidad por un sector que conocían a la perfección: el oeste. A diferencia del sector este, que nadie que no fuese minero recorría, en el oeste las casas eran de colores y con pequeños jardines. Además, allí la gente hablaba español, en el oeste todos hablaban inglés. Para los niños del oeste el español no existía.
Eidry pensó, my dad must be there, cuando notó la fila de aromos que se encontraban justo antes de llegar al hospital. En ese momento escuchó unos disparos y le dijo a sus dos amigas que la acompañaran para ver qué había ocurrido. Eran las 3 p.m.


Samuel y el grito

A las 2:37 p.m. Samuel llegó a la cancha de fútbol. Abrió la puerta de la camioneta. Antes de continuar su camino, dio media vuelta y giró hacia la ventanilla de la Ford F-100 y le ordenó a Campos:
-Anda al hospital. Asegúrate que cierren todas las puertas menos las del policlínico y junta a gente para donar sangre .
Campos se fue. Samuel quedó a metros de los disparos. Había polvo y se olían las bombas lacrimógenos lanzadas por los militares dentro del sindicato en donde los mineros jugaban ajedrez y bailaban cueca durante el almuerzo. Ahora, las placas de zinc con las cuales estaba construido ese galpón, eran utilizadas por los mineros como escudos anti balas: de nada servía. El calor de estos proyectiles de tamaño reducido, traspasaron la placa y penetraron sus cuerpos.
-¡Haaaa! ¡Haaa! –gritaban y lloriqueaban los mineros. Los mismos que minutos antes tiraban piedras contra las barricadas de militares que impedían la realización de la huelga.
Las piedras poco dañaron a los jóvenes militares. Ellos disparaban al suelo duro y seco que funcionaba como una cama elástica para las balas que rebotando interceptaban los cuerpos de los mineros. Olía a pólvora y el gas lacrimógeno enrojeció los ojos de Samuel.
Samuel dio uno que otro empujón y pasó entre los trabajadores. Habían dos filas enfrentadas, una de mineros y una de militares. Samuel se detuvo en el centro de ambas. Sin pensarlo, levantó las manos como señalando al cielo y mirando a los militares, con todas sus fuerzas, gritó:
-¡No disparen más…!
Samuel sabía que moriría. No sintió miedo. Adriana era lo suficientemente fuerte para, a pesar de estar embarazada, salir adelante con sus cinco hijos.

Adriana y el uniforme anti balas

A las 2:40 p.m. Adriana llegó al hospital.
-Hay que cerrar todas las puertas menos las del policlínico –le dijo Campos.
-Está bien, yo iré a preparar los sueros –respondió ella.
Una vez en su oficina y con los sueros a su lado, miró por el gran ventanal que daba hacia el sindicato. Allí vio cómo una montonera de hombres y mujeres, algunos con banderas chilenas, rodeaban a los militares y mineros.
-¡Puro Chile es tu cielo azulados, puras brisas contra la opresión…!- cantaba el pueblo. Presenciaban la lucha, como si fuese un partido de box.
En medio de toda esa montonera de gente un hombre flaco y moreno, vestido con delantal blanco, se colocó entre ambas bandas contrincantes y, entre disparos, levantó los brazos: era Samuel.
- ¡Pam! - escuchó Adriana. Inmediatamente vio caer al minero que estaba a un costado de Samuel.
-Al doctor no le pasa nada. No ve que está de blanco – comentó uno de los practicantes que acababa de entrar a su oficina.
-Seguramente, como el uniforme médico es anti balas –ironizó Adriana.
Samuel bajó las manos y gritó: “¡todos a donar sangre!” Es ese momento los disparos se detuvieron y, como si el odio hubiese desaparecido, se evitó una guerra.
-¡Hay niños y mujeres en el sindicato! –exclamaron los mineros.
Todos vociferaban y cargaban cuerpos hacia el hospital.
Samuel se dirigió al galpón y entró. Allí, en donde se habían iniciado los disturbios, poco se podía ver y el gas de las bombas lacrimógenas impedía la respiración. Sus ojos lagrimaban y no vio a nadie. Salió y quedó a pasos del capitán Alvarado(quien estaba a cargo del grupo de militares). Él agarró su pistola y se disparó en una pierna. Sólo Samuel lo vio.
¡A la casa!
Pasadas las 3 p.m. Eidry llegó, junto a sus amigas, al hospital. Apoyó su bicicleta en uno de los álamos. Le pidió a Pilar y Johanna que la esperaran. Entró por el hall central y pasó frente a la ventanilla en donde se compraban los remedios. Ahí solía instalarse su mamá. Ese día no había nadie. Caminó hacia la entrada del policlínico y llegó a la sala de practicantes. Empujó la puerta de vaivén gris y asomó la cabeza. Frente a ella su padre sujetaba con una mano la yugular de un hombre. A su lado un joven de unos 30 años yacía sobre una camilla y mientras una enfermera lo llevaba a pabellón gritaba:
-¡Mamita, Mamita!
El joven tenía el tórax abierto como un cráter. Eidry se quedó inmóvil. Sus ojos celestes brillaron y antes que pudiese recomponerse, Samuel la vio y le ordenó:
-¡Anda a la casa!¡Aquí está peligroso!
Cerca de las 3:15 p.m. Eidry, sin decir ninguna palabra, salió del policlínico camino a su casa. Corrió y agarró su bicicleta. Se subió y pedaleó como nunca antes. Sus amigas ya se habían ido. Pasó por un gran sitio vacío y al ver todo tan desolado lo primero que pensó fue: I hope no one kills my dad.
A mitad de camino, Eidry vio aproximarse a su mamá. Ella la miró fijo y sin decir ni una palabra Eidry entendió que debía de irse a su casa. Adriana se alejó y ella continuó pedaleando. Llegó a la casa, tocó el timbre y Tato la hizo entrar, sin saber que no volvería a salir durante las 48 horas siguientes.

Esta orden la da Adriana Contreras de Pantoja

Ni Samuel ni Adriana sabían bien en qué terminaría esta lucha. El hospital estaba lleno de heridos y apenas quedaba espacio para los enfermos que dos veces a la semana llegaban de Pueblo Hundido y Llanta para atenderse. Cuando eran casi las cuatro de la tarde llegaron buses provenientes de aquellas zonas.
Una vez curados los mineros provenientes de Pueblo Hundido y Llanta, Adriana telefoneó al coronel Pinochet para pedirle que retirara a los enfermos ya curados:
-Coronel, le pido que se vayan inmediatamente los mineros que ya están curados –dijo Adriana.
-¡Yo no recibo órdenes! –respondió Pinochet.
-Escriba ahí si quiere que esta orden la da Adriana Contreras de Pantoja –replicó ella.
Así fue. Sólo quedaron los mineros de El Salvador.
Pasada la media noche, el doctor Pantoja terminó de operar y bajó al subterráneo del hospital en donde estaba la morgue a realizar las autopsias de ocho muertos. A esa misma hora, Adriana lo esperaba en su cama. Había llegado a las 7 p.m. y debió contestar la serie de preguntas que sus hijos le hicieron. Ellos habían estado toda la tarde escuchando la radio Agricultura en el equipo Zenitt que tenían en el living. Entre muertos, balas, militares y mineros no entendían muy bien qué pasaba. Samuel hijo, de cuatro años de edad, preguntó:
-Mamá ¿Al papá también lo mataron?
-No, él está operando.
Los niños se durmieron pasada la media noche. Adriana sólo a la 3 a.m.
Los pasos de Samuel despertaron a Eidry. A la madrugada siguiente, la puerta se abrió y ella levantó la cabeza y lo miró diciendo:
-Creíamos que te habían matado.
Samuel no dijo nada. Se dirigió a la cocina en donde ya estaba su mujer junto con una taza de café. La bebió y se levantó para volver al hospital sin saber que aquella rutina y curaciones de guerra que realizó el día anterior, no tenían comparación con las que un año después realizaría en San Francisco, California, con los heridos llegados de Vietnam. El reloj marcaba las 7 a.m.

1 comentario:

  1. Mientras leo esto ya han pasado horas que amigos, parientes, hijos, sobrinos y nietos le han despedido. Samuel partió llevándose sus afanes y dejando su recuerdo en todos ellos. Chao Tio

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