jueves, 7 de octubre de 2010

Galpón Víctor Manuel: un mercado de oro, bañado en bronce.

Este galpón del Bío-Bío es moreno por naturaleza y latino por conveniencia. Renace cada fin de semana, desde el antiguo matadero de Franklin con salsa latina. Aquí el paseo santiaguino que huele a empanada frita y pachulí.

Con camisa a cuadrillé y bigotes blancos, un hombre con broche de cowboy americano come una empanada de pino junto a un candelabro que chorrea esperma verde, roja y amarilla. Espera al mejor postor, mientras toca la canción “I love Florida”. Su negocio son los parachoques de autos sesenteros con patentes de Buin. Nadie se detiene, ante su oferta, pero él se mantiene firme, estoico. Así observa silencioso el pasar de capitalinos y uno que otro extranjero que llega cada sábado al Persa Bío-Bío. El hombre de bigotes blancos lleva botas vaqueras y se reusa a hablar. Desde las 10 a.m., hora que abre el galpón Víctor Manuel, que se le ve en esta esquina. Él parece ser la excepción a la regla, pues al preguntársele algo sólo responde con monosílabos bajo un sombrero de cuero que recuerda al pasado de este edificio en donde reinó el curtido, pues todo animal que aquí llegaba, salía convertido en cuero.

Pero aquí el temor sólo fue de los animales. Hoy no hay miedo alguno. Se venden cigarros “Popular” cubanos a metros de un hombre de tez clara y pecosa, que con camisa de leñador verde dice dedicarse a la militaria, conocer la historia y haber pasado 10 días encarcelado, luego que se le vinculara con la DINA y neonazis. “A mí no me gustan los judíos, no sé porqué”, exclama sentado tras una banca repleta de chapitas que muestran el rostro de Pinochet con el slogan gracias mi general a un costado de una svástica resplandeciente. Es Luis Escobar, un nacionalista - pinochetista declarado. Adorna su local nº 25 del galpón 4 con trajes militares, como los que él utilizó cuando estuvo en el ejército, sables de la Guerra del Pacífico y revistas alemanas Signals. Sabe bien que lo miran raro, pero no le importa. Lo que sí lo disgusta es que lo llamen compañero y el “puta madre de Allende”.

El Víctor Manuel es como Latinoamérica del siglo XX: mestiza y, primordialmente, morena. Da acceso a quien desea encontrar lo que no halló en sus tierras. Además, es sufrido como nuestra región: nace de las entrañas de un antiguo matadero del barrio Franklin en 1930, vive del regateo y cada fin de semana sorprende con músicas nacionales —sobre todo americanas— pues aquí el sueño parece ser lo extranjero. Un lugar que intenta mantenerse perfumado con colonias de contrabando o pachulí, pero la fritanga de las empanadas callejeras es, al final, más fuerte. Es coqueto porque conquista a todo perfil de compradores, pero es guerrero a gritos: fácil es que si uno anda con descuido sea presa de un robo. Aquí se juntan stickers de Barack Obama con el Che Guevara en locales sobre un suelo de adoquines en ruinas. Pero donde más reluce el Che es en las chapitas con su foto que mantiene Luis junto a DVDs del Tercer Reich en el mesón de su local: “las tengo de infiltradas, para que no me crean momio”.

Más allá suena un chelo. Susana Tapia vende figuras de ajedrez hechas a mano, un joven regatea un Ketchup Heinz a $1500 frente a un hombre que negocia llaves inglesas y clavos para maderas durmientes que unen rieles de un tren que ya no pasará más. Cada puesto cubierto por mallas de kiwi negras se alegra, a pesar de muchas veces estar falto de compradores, con canciones de Britney Spears. Aquí todo está permitido. Un candado Teng Shao protege la piratería hollywoodense a un costado de un tiburón taiwanés disecado. A pocos metros se lucra con una mantarraya sudamericana, con una Nikon 80 robada bajo la voz radial del Rumpy y la exclamación “¡papas rellenitas!” de una joven. Aquí todo pasa, nada aburre. Se consiguen tres libros por mil, una Sailor Moon por $200, un piano alemán por 1 millón al tiempo que Gustavo barniza un porta lápices. Pero, eso no es lo que él vende hace más de 9 años.

Lo que verdaderamente hace Gustavo, es adornar esos inofensivos objetos de madera con arácnidos provenientes de selvas amazónicas de Bolivia, Perú y Brasil. Es cazador hace 35 años y comenzó con apenas 16. Tiende a ser canchero, pues lleva camisa roja con cuello y atrae al público con historias de cazas nocturnas y lluvias de nombres científicos que lanza al agarrar su insectario y comenzar a detallar si el bicho es hembra o macho, chileno o argentino. Detrás de sus manos que toscamente pegan una esfera con un insecto que dice “Santiago de Chile” en el porta lápices, hay una caja de metal quirúrgica donde se lee “larvas en diferentes orden”. Dentro hay botellitas de pisco Capel. Las vende junto al porta lápices para convencer a un buen postor a que compre un bicho muerto, clavado con un gran alfiler y le pague a él unos pesos para salir a cazar y continuar con esta técnica que orgulloso llama: “entomología”.

Cada uno se sale con la suya. Fácil es que al levantar una pequeña Torre Eiffel de fierro un vendedor afirme con seguridad: “son de oro bañadas en bronce, para que no se la roben”. Las religiones pelean por reinar: hay navetas ortodoxas para inciensos frente a crucifijos metálicos, piedras de cuarzo exotéricas y figuras hindúes, candelabros de Hanuka y discos israelíes Shoshona. Pero la mística parece estar a un costado de Gustavo, en donde el documental El Libro perdido de Notradamus se entremezcla con profecías. Pero a él no le interesa. Más bien, se explaya sobre las remodelaciones de su local al señalar los elásticos negros que sujetan los insectarios ante posibles temblores. Se enorgullece del chiche acuático gigante que vende a $7.000 y de las larvas madre de culebra que mantiene remojando en jarros de mermelada casera. Todos son víctimas de las manos de este hombre que se apasiona al bañarlos en alcohol, estirarle sus patitas y clavarlos en cartón.

Se acaba el recorrido y el hombre de los pocos monosílabos continúa esperando a un cliente que le compre un parachoques para adornar algún pub. Luis afirma entre risas que él fue un centinela de la Isla Dawson, para luego asentir con voz seria que cuando estudió con los “curas de babero” del Colegio La Salle, supo que “las cosas se devuelven y que hay que hacer el bien en vida”. Gustavo, cuenta cómo coloca trampas de carne en sus noches de cazas y sentencia que la “práctica lo ha hecho un maestro”. El Víctor Manuel comienza a apagarse, a vaciarse, a desaparecer por unos días. Los 3.000 locatarios, como buenos comerciantes, buscan entre lo auténtico y lo imitado, lo barroco y lo plástico, transformar cada fin de semana una de las estructuras de acero cubiertas con zinc en locales de autenticidad latinoamericana y dar vida al galpón más antiguo del barrio Franklin.

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