martes, 29 de junio de 2010

Perfil: la mirada de un espejo

17 puntos son los que tiene la cicatriz sobre su ceja derecha. La diaria loción de rosa mosqueta hizo que prácticamente desapareciera del rostro de 23 años. Fue un percance de hermanas, una pelea infantil, una corrida poco controlada que la hizo caer sobre un mueble de madera blanca y clavarse la punta a milímetros de su ojo cuando apenas tenía 7 años.
Pongo mi mirada fija en la pupila de su ojo azul claro. Su iris negro recuerda a una más de su colección de canicas que tenía a los 10 años. Se va agrandando y achicando en la medida que el sol le llega al rostro. Sus pestañas son café claras, no muy largas, pero nada de cortas. Sus cejas tienen un tono café aún más claro. Sobresalen de una piel blanca, a veces algo rojiza por el frío de este mes de junio.
Las facciones parecen quietas, como un mimo antes de iniciar su primer acto. Éstas denotan seriedad y concentración como si alguien la fuese a examinar, como si esas arrugas de juventud que se le forman en su frente al levantar las cejas no fueran resultado de tanto analizar y pensar, sino que consecuencias de arrugarse cada vez que se quita las antiparras de snowboard para verificar cuán blanda está la nieve de los Andes antes de cada tirada, montaña abajo, en las cumbres chilenas.
Su olor es dulce, levemente ácido, como el de una mandarina recién cortada de un árbol. En esa boca pequeña y rosada, compuesta por dos labios que bien pueden ser representados como dos gajos de mandarina italiana, como las que comían sus antepasados genoveses. Allí, conviven una mezcla de idiomas que bailan al son de la bossa nova, al salto de la tarantela, al ritmo de The Postal Service y bajo la constante aparición de un son latino, hispano, latinoamericano.
Cuando piensa encoje el rostro. Acaricia su pera y parte de sus mejillas con una mano, produciendo un sonido único como cuando uno pasa la mano sobre un plumón de plumas recién lavado.
Sus orejas no miden más de 5 centímetros y su nariz es algo redondeada, nada de puntiaguda y de casi el mismo tamaño que sus orejas. Es proporcional a su rostro, nada más ni nada menos.
Su pelo casi siempre está libre, suelto, como si tuviese personalidad propia. Le tapa casi toda la espalda. Tiene un color rubio oscuro, pero con mechones algo más claro que todavía le recuerdan a esos cinco años en que lo paseaba al sol de un cantar brasileño en las playas de Florianópolis antes de llegar a vivir a Santiago y opacarse con ese pesado smog deprimente.

Travesías

Travesías
NYC

Buscar